Mientras caminaba rumbo a una gran pescadería que me habían
recomendado, acompañado por un vecino que se ofreció a guiarme, nos cruzamos a
los chicos que cargan la basura por las noches. Mientras los ricos del país
duermen, ellos dividen, clasifican, y se llevan la basura en carritos de
madera, me imagino que ganando un par de euros apenas. Mi vecino dice tener mal de
amores, y se marcha a caminar sólo a la laguna de Guatavita. Quizás hace noche allí dice. Yo
prosigo mi camino y pregunto ya en un barrio fuera de mi entorno, cómo llegar a
la gran pescadería.
En el camino me detengo en una pequeña librería de
segunda mano alado de una escuela de bellas artes, la regenta un viejo librero
con ojos hundidos que se iluminan con las letras. Le pregunto por “La Vorágine”,
un clásico colombiano que leo por ebook pero me gustaría tener en mano. En unas
semanas estaré en el Amazonas diez días y quiero leer algo de literatura sobre
este contexto.
El viejo librero me trata de ilustre, dice que tengo "un cuerpo de atleta olímpico y que Tyson
alado mío no es nada", más allá de que intente cuidarme últimamente, mi
amigo está soñando o le deben faltar las gafas hoy. Le llaman al teléfono y le
escucho decir a su interlocutora (deduzco fémina por el tono dulce), “me has dejado noqueado
como si de un golpe de Tyson a su adversario se tratara”, se me escapa una sonrisa, veo que el célebre boxeador es un buen recurso o muletilla perfecta para el
viejo librero. Nos hacemos amigos, me indica dónde puedo encontrar el libro
reclamado y de paso me regala dos librillos sobre Bogotá. Me voy feliz,
agradecido y con esperanza sobre la especie humana, sí, “especie” no se
olviden.
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